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Libro de Seiros, tomo II
La Creación
En el gran océano inmaculado, primero fue Fódlan.
Al final de un largo viaje, la Diosa divisó sus parajes.
En ese lugar sagrado se posó y creó toda forma de vida.
Primero plantas, luego pájaros y demás fauna salvaje.
Por último, cuando quedó satisfecha, dio aliento a la humanidad.
Esta anhelaba poder, y la Diosa se lo concedió.
Le otorgó la bendición de los cielos, de la tierra y de la magia.
Gracias a las artes mágicas, la humanidad amasó un gran poder,
desconocedora de que este siempre despierta el mal.
Bajo el amparo de la Diosa, la humanidad prosperó y se multiplicó.
Pronto dominó todo el continente de Fódlan gracias a su bendición.
Empero, en el norte aguardaba un mal que devoraba la tierra
y mancillaba los cielos. Un mal que llegó a Fódlan y lo sumió en el caos.
La Diosa engendró un poder capaz de detener la invasión.
Otorgó a algunos héroes sangre divina con la que pudieron
blandir armas sobrenaturales. Con ellas, fueron capaces
de hacer retroceder al mal y expulsarlo hacia el norte.
Estos héroes fueron llamados «Elegidos».
Los Elegidos vivieron durante cientos de años. Cuando al fin perecieron,
el poder de su sangre no se extinguió y siguió dejando su huella.
A este poder que sus venas portaban se dio en llamar «emblemas».
A las armas sobrehumanas que blandían, «reliquias de los héroes».
Así se gestó el relato de una nueva era.
Los descendientes de los Elegidos anhelaban el poder de su sangre.
No tardaron en librar guerras para hacerse con cuanto ansiaban.
Emblemas, reliquias, tierras, riquezas...
La ambición de los humanos convirtió el poder de la Diosa,
cuyo objeto era destruir el mal, en una herramienta para matar.
La Diosa, afligida, se recluyó en los cielos de donde vino...